jueves, 2 de febrero de 2012

El Fantasma - Otrova Gomaz

Haciéndole una concesión a los hados masoquistas que a veces se posan en mi espíritu, cada diez años suelo destinar unos días a visitar las viejas casas que habitaba en el pasado.

Como guerrero entrenado en los campos de la aberración y del absurdo, me enfrento a esta locura dispuesto a todo, aún consciente como estoy de las peligrosas cargas emocionales que conlleva, y el riesgo de que estas visitas me hagan perder la perspectiva de los inestables momentos del presente.

No es normal regresar a los sitios en donde uno vivió. Aunque por lo general la gente entristecida con los dolores del adiós se hace la promesa de no olvidar a los amigos y regresar semanalmente al sitio donde se estuvo por tanto tiempo, misteriosamente, y por una de esas fuerzas cuyo conocimiento sólo es asequible a los que manipulan los resortes de nuestras motivaciones ocultas, a los pocos días de la mudanza nos olvidamos para siempre del juramento hecho y de aquel lugar al cual jamás volvemos por ninguna circunstancia.

En este viaje a mis tiempos y lugares idos suelo trasladarme caminando para observarlo todo con mayor detenimiento. Mi primera impresión al llegar a las calles donde se levantan los viejos edificios y las casas de otros tiempos es violenta. Todo lo veo más pequeño. Es como si las lluvias de tantos inviernos las hubieran encogido de una manera irremisible; hasta me cuesta imaginarme que puedan vivir adentro sus actuales habitantes.

Me detengo en las esquinas en que solía hacerlo y por más que busco no me tropiezo con un solo rostro conocido; encuentro siempre edificaciones nuevas, y los cambios de color en los demás inmuebles -demasiado opacos o demasiado chillones- hacen el lugar tan insoportable que rápidamente decido guarecerme en el interior del que fue mi antiguo hogar.

Una vez enfrente, abro la puerta con la llave que siempre he conservado, y sin llamar paso adelante como si nada hubiera ocurrido desde entonces. Adentro todo es más pequeño aún, casi asfixiante. Me encuentro unos muebles muy distintos a los que tuve, pero reaccionando al impacto insoportable de la estrechez y aquella decoración extraña me siento en la sala del recibo.

Los actuales ocupantes al verme entrar se alarman de inmediato, pero al notar en mi rostro la expresión de curiosidad y ese semblante vacío y atemporal de los que vuelven a sus viejas moradas, se tranquilizan. Generalmente alguien se me acerca y tímidamente me pregunta cómo he entrado, qué hago allí y qué es lo que deseo. Yo casi sin tomarles en cuenta aún ensimismado observo el lugar y les respondo:

- Nada, no se preocupen por mí, he vivido aquí durante muchos años. Y los sorprendo aún más al preguntarles por los rincones, por los más mínimos detalles, si taparon las goteras y arreglaron los grifos oxidados. Muchas de las personas al oírme hablar de esa manera se asustan creyendo que están enfrente de un fantasma y se quedan helados cuando todavía con la mirada transportada yo paso al interior de la vivienda.

Siempre me dirijo al que era mi cuarto; me recuesto en la cama como antes, y me quedo observando el techo en busca de algún lejano pensamiento que se haya quedado prisionero entre las viejas telarañas, o tal vez una palabra de esas que yacen arrinconadas entre los pequeños huecos del cemento en las paredes. Ellos afuera no hayan qué hacer conmigo. La idea de llamar a la policía se les pasa de la mente al ver la calma y la tranquilidad con que yo lo observo todo abstrayéndome de su presencia completamente secundaria. Luego piensan que estoy loco, pero reflexionan impresionados por mis gestos suaves y elegantes y al notar que conozco hasta los más ocultos vericuetos de la casa.

Es bastante interesante, pero al final casi todos me confunden con un alma en pena. Mientras camino hipnotizado reproduciendo los instantes que viví en aquellos cuartos y pasillos, varias veces detrás de mí he escuchado la voz de algún anciano cuando dice que soy un espíritu que habita allí desde hace muchos años y que recuerda haber oído durante bastantes noches el ruido de cadenas y luces que titilan en plena madrugada; me siguen, pero luego se detienen cuando alguien entre ellos les advierte:

- No lo molesten, si a los fantasmas se les deja solos y uno se acostumbra a ellos se fastidian y se van.

Así permanezco algunas horas, recordando, revisando, deslumbrándome en cada sitio, reconstruyendo mis pisadas, revisando las viejas romanillas, tocando las aldabas, curioseando en las canales y los baños que encuentro ínfimos y en muy mal estado. Ellos me ven de reojo, temerosos, algunas veces fuertemente abrazados y poseídos por el pánico, otros armados, listos para rematarme al menor gesto sospechoso y enviarme aún más allá del otro mundo.

Pero una vez cumplida mi tarea, con la misma calma que he llegado, sin ni siguiera despedirme me voy hacia la puerta y trancándola me retiro para siempre de aquel lugar en el que parece que se detuvo el tiempo. Me alejo silencioso. Ellos aglomerados en la puerta se persignan y me miran partir sin comprender qué es lo que ha ocurrido.

Así suelo pasearme por mis viejas casa, como un fantasma; como lo que soy, uno de esos capítulos de la historia que no sé por qué injusticia de la vida siempre se disuelven en la nada.

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